Cuando tenemos alguna enfermedad, incluso un simple resfriado, a nadie se le ocurre sentirse culpable por ello, aunque pensemos que nos hemos resfriado por alguna imprudencia (exponernos al frío,..) todos asumimos que esas cosas pasan. Pues eso que vemos tan lógico en estos casos, cuando hablamos de trastornos del estado de ánimo, como por ejemplo, una depresión o un problema de ansiedad, nos sentimos culpables por ello.
Muchas veces son las personas más cercanas (familia y amigos) los que, sin pretenderlo, nos mandan mensajes del tipo “si pusieras algo más de tu parte”, “si intentaras salir más de casa”, “yo conozco a X que lo superó”, “tienes que ser más fuerte”, etc. Todos estos mensajes, seguramente bienintencionados, acaban provocando un resultado opuesto al deseado. La persona se siente culpable por estar así, pero sobre todo porque no se siente capaz de mejorar.
Es cierto que la mejoría en estos casos pasa por un trabajo personal, pero de ahí a responsabilizar a la persona de su trastorno, hay una diferencia muy significativa. La persona que lo sufre se suele sentir culpable de preocupar a su familia y amigos. Saben que ellos están sufriendo por su culpa, y eso les hace sentirse todavía peor.
Sienten que los demás no les comprenden, y por lo tanto, tampoco sienten que les ayuden. Muchas veces se sienten más presionados para volver a estar bien, para ser el de antes. Es cierto que el papel de la familia y amigos no es sencillo. No entienden lo que le pasa, y no saben cómo ayudar. Parece que todo lo que dicen está mal. Y ven cómo pasa el tiempo sin tener una certeza de su mejoría, ni de cuando se va a producir ésta. Eso les lleva en muchas ocasiones a sentir cierta desesperanza.
El paciente se siente presionado e incomprendido. Intenta poner de su parte, pero no sabe cómo. No tiene fuerzas suficientes para hacerlo. Pero percibe las expectativas de mejoría de los demás. Todos esperan que él haga algo y mejore. Pero eso no pasa. Y pasa el tiempo. Y cada vez se siente más culpable. Piensa que está fallando. Que les está fallando a los demás. Y que los demás no se merecen pasar por eso. Ni sufrir más por su culpa. Y se convierte en un círculo muy difícil de salir.
Cuando tenemos una enfermedad orgánica enseguida acudimos al médico, es más, seguramente sabremos a qué especialista tenemos que ir, o si no lo sabemos nosotros, seguro que alguien nos orienta. Pero cuando el problema es de tipo emocional las cosas cambian. No sabemos lo que nos pasa, muchas veces nos cuesta contarlo incluso a las personas más cercanas, y cuando lo hacemos, ellas tampoco saben qué decirnos.
Eso hace que todo se alargue en el tiempo. Cuando un paciente llega a mi consulta, normalmente ya han pasado meses, o incluso años que padece algún trastorno. Seguramente habrá intentado salir por sí mismo, darse tiempo a ver si se produce una mejoría... cuando acuden al psicólogo, es porque la terapia ya era la última opción que contemplaban. Y es que no nos han educado para manejar estas situaciones.