A veces explotamos. Y no sabemos por qué. Puede ser por un detalle, algo minúsculo que nos hace reaccionar de una manera desproporcionada. No nos entienden. Nosotros tampoco. No sabemos cómo hemos llegado hasta ahí.
El origen de esa reacción se sitúa mucho tiempo antes. Un tiempo en el que hemos ido aguantando, hemos callado, quitado importancia a las cosas, repitiéndonos que no es para tanto, que no tiene importancia… ese es el problema, que sí que tiene importancia. Cualquier cosa que nos afecte tiene importancia.
Pero como digo, actuamos como una botella, ponemos un corcho y procuramos que no salga al exterior nada de lo que sentimos, de lo que pensamos. Procuramos que no se nos note. Y aguantamos, tenemos mucho aguante. Aguantamos esa presión que a veces notamos en a boca del estómago y otras en el pecho. Y pasa el tiempo. Y se van sumando otras situaciones…
Hasta que un día, sin esperarlo, no aguantamos más y, ante cualquier situación, de repente esa botella se descorcha y, como una botella de champán, desborda por todos lados. Cuando eso ocurre no nos gustamos, no nos reconocemos en esa actitud, y pensamos que es mejor cuando aguantamos. Todo parece mejor cuando aguantamos: no hay problemas con nadie, no hay malas palabras, no hay enojos,… sólo tenemos que aguantar más, tolerar mejor esa presión. Y eso intentamos. Hasta la próxima vez, que se vuelve a descorchar la botella.
Y así pasamos de aguantar a explotar y viceversa. Porque aunque parezca que son extremos opuestos, realmente ambos están más cerca de lo que pensamos: uno nos lleva al otro. Aguantar nos lleva a explotar y explotar nos lleva a querer aguantar.
Pero como en casi todo hay un término medio. Ese que aparece al poco tiempo de descorchar la botella. Cuando la presión inicial que hace que se desparrame un poco de champán sale, llega la calma, la tranquilidad. Si no dejamos que se nos acumulen las emociones negativas, los pensamientos negativos y los dejamos salir poco a poco, en el momento en el que los tenemos, no llegamos a sentir esa presión tan fuerte y no llegamos a explotar como ese corcho que ya no aguanta más.