Creo que la frustración es una de las emociones que más nos cuesta gestionar. Ya desde pequeños nos queda claro que es difícil manejar una emoción tan desagradable. Hace poco vi en medio del pasillo del supermercado a un niño tirado en el suelo pataleando y gritando al lado de una madre avergonzada.
Pero si no sintiéramos frustración nos perderíamos muchas cosas. Sería algo así como por ejemplo, un niño que quiere tomar un helado y se lo pide a la madre, si ella le dice que no, argumentando que pronto va a ser la hora de comer, el niño asumiría que no lo puede conseguir y seguiría adelante, pero sin el helado. Eso no sucede así, ante la negativa de la madre, el niño siente frustración y esto hace que le insista, que le prometa que va a comer igual… si la madre continúa en su posición seguramente el niño insista unas cuantas veces más. Pero si la madre no cede, tiene que llegar un momento en el que el niño acepte que no va a tener el helado. Es en ese momento de aceptación cuando el niño deja de sentir frustración.
Es decir, gracias a la frustración que sentimos cuando no conseguimos algo, seguimos insistiendo, y eso hace que en muchas ocasiones lleguemos a lograr nuestro adjetivo. Pero, en otras ocasiones, tiene que llegar un momento en que asumamos que no lo vamos a conseguir. Seguir insistiendo nos generaría una frustración que ya no es productiva pero que nos genera mucho malestar. Por ejemplo, si vamos a cenar a nuestro restaurante favorito pero no tienen mesas libres ¿qué hacemos? ¿Nos vamos a buscar otro restaurante o intentamos negociar con el camarero algún tiempo de espera por una mesa libre? En el primer caso dejamos de sentir frustración ya que nos enfocamos en buscar una solución. En el segundo caso, al contrario, seguimos frustrados negociando.
Aceptar esa realidad a veces no es fácil. Pero es importante saber hasta cuando insistir, hasta cuando luchar. Y a partir de donde ya no nos vale la pena esa lucha. Aprender a aceptar es muy importante para nuestra salud mental.